¿Por qué los sistemas educativos ignoran la avalancha de evidencias científicas que señalan cuáles son los caminos que llevan a las personas a ser más felices y más eficaces?
¿No es como si a usted le dieran la combinación de una caja fuerte en la que hubieran depositado 10 millones de euros y decidiera no utilizarla? ¿Si a usted personalmente le dieran la fórmula, una fórmula comprobada y sencilla, para ser una persona más exitosa y más feliz, la utilizaría?
La respuesta parece obvia, pero la realidad demuestra que una y otra vez obviamos lo obvio.
Ignoramos cuáles son los motivos – la inercia, las dificultades burocráticas, la falta de determinación,… – que impiden que la educación reglada se convierta en la poderosa herramienta del crecimiento personal que podría llegar a ser.
El caso es que existen demasiadas evidencias de que ya conocemos la clave del éxito en los individuos y las claves del éxito de las sociedades como para ignorarlas y que no sean parte vital de nuestro sistema educativo.
Las personas, individualmente y como colectivo, demostramos una y otra vez que tenemos la extraña habilidad de ignorar la sabiduría, de dar la espalda a la ciencia y de seguir haciendo lo que veníamos haciendo sin cuestionarnos si lo que estamos haciendo nos llevará adonde queremos llegar.
Todos estaremos de acuerdo en que el mayor objetivo de la educación es sentar las bases para que el futuro de cada niño sea el mejor posible de forma en que éste pueda desarrollar todo su potencial.
¿Pero qué es un futuro mejor? El futuro mejor sería alcanzar lo que cada persona desea alcanzar. Y, ¿qué es lo que la mayoría de las personas desea alcanzar en esta vida?
Investigaciones demoscópicas en todo el mundo concluyen rotundamente que la mayor aspiración del ser humano es ser feliz.
La educación es la siembra que permite recoger un buen fruto en la edad adulta, es la semilla que generará la cantidad y calidad de las oportunidades que el joven podrá aprovechar y es la forja del carácter de la persona adulta.
Pero la educación no sólo ha de servir a los objetivos de los individuos sino que de forma indirecta ha de contribuir al progreso de la sociedad y a la construcción de un mundo mejor.
¿Existen pruebas, avaladas científicamente, que demuestran cuáles son las claves del éxito profesional? ¿Podemos identificar qué tienen en común los científicos más brillantes, los empresarios más eficaces y los profesores más inspiradores?
Existe un verdadero torrente de estudios que concluyen que podemos destilar la esencia de la eficacia profesional, que podemos descubrir el pasaje secreto al reino encantado del éxito, que podemos alcanzar el santo grial de la excelencia.
La investigación ha concluido que la inteligencia emocional, es decir, la capacidad de manejarte de forma inteligente con tus propias emociones y con las de los demás es la receta del éxito.
Inteligencia emocional (I.E.) es inteligencia personal. Es conocerte mejor a ti mismo, es ser consciente de tus fortalezas y de tus debilidades, es estar motivado y es ser dueño de tus estados emocionales. Una I.E. elevada te permite estar siempre, o casi siempre, en estados como la alegría, el contento o la tranquilidad y te aleja del nerviosismo, el estrés o el enojo.
Inteligencia emocional es, también, inteligencia social. Es reconocer mejor las emocionas ajenas, es ser empático, es saber estar y es ser capaz de relacionarte de forma sana con las personas que te rodean. Es saber comunicar y saber liderar.
Las competencias emocionales, según Daniel Goleman1, explican las dos terceras partes del buen desempeño de un trabajador sin responsabilidades directivas, mientras que la suma de la experiencia, el cociente intelectual y la formación determinan el tercio restante.
La competencia emocional es clave no sólo en profesiones relacionales, sino también en científicos, programadores o ingenieros.
Y la competencia emocional es la clave de la eficacia de las personas que dirigen a otros. Así el buen hacer de un ejecutivo, un encargado, un profesor o un padre (en su rol de padre) depende en un 90% de su cociente emocional.
Otros numerosos estudiosos del rendimiento (Roshental, Fernandez Araoz,…) se sorprendieron tanto de la rotundidad de estas conclusiones que decidieron comprobar ellos mismos las conclusiones de Goleman, alcanzando similares resultados.
¿Puede el sistema educativo de un país ignorar una información tan relevante como ésta?
Nuestros dirigentes deberían dar un salto en la silla al escuchar esta información y decir “¡Eureka! ¡Lo tenemos!” y ponerse en marcha.
Pero, además, un entrenamiento en inteligencia emocional es un entrenamiento en felicidad. Una de las cuatro esferas de la maestría emocional es la gestión de los estados emocionales, una persona emocionalmente inteligente es una persona más feliz.
El dominio de las emociones te libera de la tensión, el enojo, el nerviosismo o la irritabilidad y te hace vivir en un continuo de emociones gratas como la alegría, la calma, la motivación o el buen humor.
Y la felicidad no es sólo una bendición para la persona feliz sino que es una fortuna para los que rodean a la persona feliz y para toda la sociedad.
Las personas felices2 disfrutan de mejor salud, tanto física como mental (ahorro en el sistema sanitario), son más productivas (ventajas económicas), trabajan mejor en equipo, son más sociables y menos conflictivas (más eficiencia en el sistema judicial) y son más altruistas (menos necesidades de servicios sociales públicos).
La felicidad de las futuras generaciones contribuye de forma poderosa al Producto Nacional Bruto y, lo que es más importante, ayuda a construir una sociedad más armónica, alegre y solidaria.
De igual manera, la felicidad es un derecho individual irrenunciable y el Estado debe ayudar a contribuir a que ese derecho sea alcanzado por el mayor número posible de sus ciudadanos.
Existen ya demasiadas pruebas piloto exitosas realizadas en colegios e institutos y demasiadas evidencias de que los entrenamientos en psicología positiva, inteligencia emocional y técnicas de alto rendimiento pueden obrar pequeños milagros en las vidas de las personas, como para que nuestro país siga ignorándolas.
El gran objetivo de la formación es dotar de herramientas “para la vida”, abrir horizontes y posibilidades y ayudar construir mejores personas.
¿Por qué no ponemos definitivamente a las instituciones al servicio del los individuos?
¿Podemos seguir ignorando que se puede aprender a ser feliz y que la educación emocional se puede y se debe aprender desde la infancia?
¿Puede un país permitirse no formar a sus futuras generaciones en las claves del éxito personal y profesional?
¿Podemos seguir permitiéndonos que nuestros planes de estudio no estén alineados con nuestras aspiraciones personales?
¿Podemos seguir permitiéndonos generaciones enteras de iletrados a nivel emocional?
¿Podemos seguir permitiéndonos obviar que disponemos de las claves para construir un país más feliz y más eficiente?
Juan Planes